BOXEO CORDOBÉS

Adiós a Rubén Torri, el decano del periodismo boxístico

Esta madrugada, a los 87 años, murió un emblema de las narraciones radiales. Andrés Mooney, conductor y editor de este espacio, y una semblanza de quien fuera parte, el año pasado, de A la Vera del Ring.

Don Hilario González era un adicto a la lectura. Y a la cerveza. Y a Estudiantes de La Plata. Sacó pecho y varias chapitas de los envases marrones de Quilmes cuando el Pincha de Zubeldía, en el 68, le ganó al poderoso Manchester United la Intercontinental en el mismísimo Old Trafford. Lloró cuando el tío Julio lo hizo abuelo, y cuando la Bruja Verón desparramó a medio Palmeiras en el tercer juego de la final de la Libertadores.

Juan Mooney no era licenciado en filosofía ni en pedagogía, ni provenía de una familia humilde del Chaco. Fue, en cambio, un irlandés de rasgos finos y carácter grueso que llegó al sur de Córdoba para convertirse en estanciero.

Mi vieja a los 19 y papá, a sus 5. Los dos perdieron a sus padres demasiado pronto y, además de sus huérfanas tristezas, heredé una inquietud asfixiante, pues no pude conocer a mis abuelos. ¿Qué hacían? ¿Con qué soñaban? ¿Qué los desvelaba? ¿Por qué luchaban? ¿Luchaban? No haber compartido una sola tarde con ellos me tienta a un ejercicio peligroso que disfruto casi como ningún otro: el de intentar, a través del recuerdo de terceros, reconstruir una historia que no viví.

No tengo la más remota idea de quién fue verdaderamente Monzón, ese flaco al que YouTube me muestra gigante, pintando a rivales temerosos, y al que una vieja revista Gente lo exhibe esposado luego de asesinar a su exesposa. No alcanzo a dimensionar, con certeza, el mito que rodeó a Nicolino y toda su belleza, ni llego a comprender cómo pudo alguien, alguna vez, resistir semejante exhibición poética.

Por eso elegí sujetarme de quien vio a todos, de quien me honró aceptando el desafío de, a los 86 años, volver a la televisión para, disfrazado de don Hilario y de Juan, regalarme parte de su sabiduría y enseñarme cómo fue que pasó todo.

El rating –nunca lo corroboré- se habrá mantenido como hasta entonces. Las redes sociales no registraron ningún fenómeno extraño que las saturara, y mi bolsillo conservó su habitual languidez. Pero juro que, eso que desvela a muchos y cierta vez me inquietó también a mí, esta vez me importó bastante poco. Porque haber trabajado con Rubén Torri, lo confieso, significó mucho más que sosegar mi insoportable ansiedad por comprender el pasado: fue, también, dejarse abrazar por ese calor que solo brindan los abuelos.

Don Rubén –así lo llamábamos los que lo conocíamos, queríamos y admirábamos- cometía, como buen hombre mayor, absurdos que provocaban risas y escozor en quienes lo rodeaban. En medio de alguna de las largas conversaciones que iniciaba con cualquier joven periodista que estuviera dispuesto a tomar una clase acelerada de boxeo, de periodismo y de la vida, era capaz de desenfundar su inseparable grabador –a casete, por supuesto- e incomodar a su interlocutor preguntándole sobre asuntos que él dominaba como nadie. “¿Qué opinión tiene sobre la pelea de Fulano? ¿Qué cree que puede ocurrir en el combate de Mengano”, solía consultar, luego de una generosa introducción en la que lo presentaba al entrevistado como “experto”, “prestigioso” y otras adjetivaciones que, viniendo de quien venían, resultaban siempre exageradas.

Comenzó a apagarse cuando su esposa, Ana Rosa, falleció en 2013, y terminó de irse hoy, cuando durante la madrugada su corazón dejó de latir.

Se van Rubén Torri y su maratónica carrera en los medios, pero queda su legado, ese intangible de dignidad, pasión y amor que quiero abrazar hasta el final.

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