BOXEO CORDOBÉS

Carmona, el que vio a través de los ojos en compota

Mucho antes de conocer un guante de boxeo, se tuteó con armas, esposas y cárceles. Recién a los 24 años, estando preso, descubrió el deporte y se convirtió en boxeador. Hoy, devenido en púgil profesional, viene de ganar su primera pelea y reconoce que el deporte le salvó la vida. POR ANDRÉS MOONEY.

Hasta el día en que ingresó a la cárcel, vivió su vida con una única certeza: moriría joven, asesinado por la Policía o por un ajuste de cuentas. La delincuencia, las armas y la oscuridad de las celdas las mamó desde la cuna. “El último recuerdo que tengo de mi papá es en Encausados. Mi viejo se pasó más tiempo preso que en la calle, y lo mataron cuando yo tenía 14 años. Por eso, siempre pensé que iba a terminar como él, si no conocía otra cosa”. Con una frialdad que cuesta digerir, Matías Carmona describe una realidad que cuesta comprender.

Juan Oscar Carmona falleció en la expenitenciaría de San Martín, en 1999, mientras cumplía una condena de cinco años, y por razones que nunca terminaron de cuajar: “Mi papá era una persona conflictiva, era uno de los ‘plumas’: le gustaba mandar y eso, en la cárcel, trae muchos problemas. Estaba en el pabellón 14 o 18, siempre al fondo, con todos ‘los indios’. Se peleó en lo que ahí adentro llaman un ‘cambio de política’: se compra a ‘los perros’, lo agarran al jefe y lo cagan a palos, a puñaladas, y agarra el pabellón el que pelea y gana. En el tiempo en que estaba preso mi viejo, te mataban; con él estaban presos Mandrake Quinteros, el del caso del panadero Corradini; Gordillo Arce, uno de Villa El Libertador que después murió envenenado en el módulo X2. Según las pericias, mi viejo murió por un paro cardiorrespiratorio por el consumo de drogas, porque traficaba y consumía pastillas. Pero no sé. Después, cuando estuve preso yo, conocí a gente que había estado presa con él y me dijeron que la Policía lo terminó de matar y, otros, que en realidad ya lo habían sacado del pabellón muerto”.

El 17 de junio de 2007, Matías Carmona ingresó a Bouwer y comenzó a cumplir una condena de siete años y seis meses por robo calificado. En ese entonces, él tenía 21 y su hija, Abigail, dos años. Y aunque a Ana María, su mamá -la única que estuvo presente en el juicio-, la sentencia le dolió en los huesos, el destino de Carmona no sorprendió a nadie.

“Hacía tiempo que me venía mandando varias cagadas. Le había pegado un tiro a un vecino, y me tuve que ir del barrio porque me lo quería devolver y porque la Policía me allanaba la casa a cada rato y todo lo que tenía era robado, así que andaba sin nada. Ya me habían metido preso en Río Primero, una semana, porque fuimos a robar y no pudimos. Volví, me puse a trabajar como peón de albañil, tuve una discusión con un tipo que me robó y yo, que era el cowboy del barrio, ahí nomás salí a buscarlo y a quererlo matar; porque antes yo no peleaba, quería solucionar todo a los tiros”, confiesa hoy, a 10 años de haber entrado al penal.

-¿Por qué te metieron preso?
-Después de todos esos problemas, me junté con una gente que andaba “sinvergüenciando”, y fuimos a robar a la casa de una persona que vendía agroquímicos. Cuando entramos, uno de la casa se encerró en el baño y llamó a la Policía. Era salir de ahí o que nos mate “la cana”, así que tomamos de rehén a la familia. Nos enfrentamos con la Policía, me escapé corriendo, perdí a mis compañeros y me agarraron a unas cuadras. En la comisaría me molieron a palos para que dijera quiénes andaban conmigo, y “me la mamé” solo. Por suerte, no me pusieron (el delito de) privación ilegítima de la libertad porque si no me comía más años: como fue poco el tiempo que tuvimos como rehén a la familia, no me imputaron eso. Caí preso en junio de 2007, un día antes del Día del Padre, y a los 11 meses me llevaron a juicio y me condenaron a siete años y seis meses. Estuve tres años y medio en Bouwer y uno en Monte Cristo.

Puños milagrosos
Postergado en un mundo de olvidados y forajidos en el que sobrevivir suele ser la máxima aspiración, hasta los 24 años Carmona no había tenido los recursos, las ganas ni el tiempo suficientes para practicar un deporte en forma competitiva -“corría cuando me seguía la Policía, nada más”, bromea-. Y, a esa edad y en un contexto de encierro, intentar hacerlo asomaba como una empresa improbable.

Sin embargo, en la cárcel comenzó a tomar clases de boxeo y, de tanto que insistió, logró lo que pocos creerían que alcanzaría: debutar como boxeador amateur. El 5 de octubre de 2010, se subió oficialmente por primera vez a un ring y, en Bouwer, le ganó por puntos a Leandro Medina.

“Estaba en el módulo MD2 y ahí conocí al boxeador (Gabriel) la Garza Funes, y le empecé a pedir que me llevara a practicar. Después, a él lo pasaron a otro pabellón y estuvo con Mario Baldo (empresario agropecuario, aviador y expiloto de rally condenado a 12 años de prisión por delitos de narcotráfico), y entre los dos organizaron el primer evento en Bouwer, y me encantó. Fui a entrenarme con el profe Juan Carlos del Grecco y me acuerdo que se sorprendió. ‘Vos sabés bastante. ¿Boxeaste antes?’, me preguntó. Y yo le dije: ‘Lo que sé, lo vi en la televisión o lo aprendí acá adentro’. En el 2010 hice la primera pelea, y gané. Después, fui peleando cada vez más y seguí hasta que conseguí la libertad”, narra con una sonrisa ancha.

La aventura siguió. Porque no se conformó con hacer una digna carrera como boxeador amateur, sino que, en 2015, se dio el gusto de debutar como púgil profesional. Como rentado, le tocó perder las primeras dos hasta que, en diciembre del año pasado, vivió una de las noches más felices como deportista de alto rendimiento: ganó su primera pelea, y se tomó revancha del cordobés Sebastián Martínez, quien dos meses atrás le había propinado una de las derrotas. Y si bien la victoria -por puntos, en un fallo unánime e inobjetable después de haber mandado de un zurdazo a su rival a la lona- fue vital, lejos estuvo de ser la más importante en sus 31 años de vida. Torcer el rumbo, rebelarse contra lo dado, reencauzar un camino que nació torcido; ese fue su logro más importante y llegó, según el propio Carmona, gracias al deporte.

“El boxeo me cambió la vida. Antes, caminaba por el barrio y los vecinos, cuando me veían, cerraban las puertas -dice Carmona sin ponerse colorado-. En 2015, cuando me faltaban ¡ocho días! para cumplir la libertad condicional, me detuvieron. Fue el 8 de septiembre. Venía de una reunión del centro vecinal donde trabajo, y cuando llegué a mi casa vi que venían dos chicos en una moto y los seguía un policía. Al fondo de mi casa, vive mi hermana con su pareja. Empecé a escuchar gritos de ella, así que salí, estaba oscuro, y se veían muchas linternas: encontré a mi hermana con un cuchillo y a un policía insultándola. Me acerqué, intenté calmar la situación y los policías decían que adentro de la casa había un ‘choro’, pero era mi cuñado. Antes de que llegara yo, la Policía había pateado la puerta, le habían pegado una trompada a mi hermana y ahí ella le tiró con el cuchillo y cortó a un ‘cana’. Estando ahí yo, en medio de la discusión, uno tiró un escopetazo. Me enojé, pero nunca los agredí. Les dije: ‘¿Qué hacen? ¿No ven que hay criaturas?’. Estaba mi hermana con su bebé, que recién tenía un mes. Y vinieron dos policías, uno me agarró del cuello y el otro me pegó con un ladrillo en la cara. Todavía tengo la marca debajo de la nariz por ese golpe. Me llovieron trompadas, patadas, de todo. Mi vieja se quiso meter y también le pegaron una piña. Y ahí se metieron los vecinos, les dijeron que yo no era un delincuente, e igual me llevaron detenido. Como tenía la libertad condicional, me pusieron lesiones leves y se me imputó esa causa. Después los vecinos, los laburantes del barrio, juntaron firmas, me apoyaron, fueron a declarar, dieron la cara por mí porque vieron que yo era otra persona, algo que tiempo atrás nunca hubieran hecho. Igual, me pasé otros cuatro meses preso”.

Que puedan reinsertarse en la sociedad. Ese es, en esencia, el objetivo de las cárceles. Sin embargo, el ideal sucumbe con la realidad, y se desata un círculo vicioso. “Una vez, una psicóloga me dijo: ‘Que no te impresione que, el día de mañana, tu hija también caiga presa. Porque ella ve lo que vos sos y quiere ser lo mismo -indica Carmona, ahora con el tono de voz que se le apaga-. Cuando ella cruza esta puerta, ya supera la barrera de este mundo y lo ve como algo normal’. Y sí, en la cárcel vi casos de chicos visitando al padre y después a ese mismo padre, ya en libertad, visitando al hijo preso”.

Quizás por eso, a pesar de los ojos en compota que de a ratos le deja de regalo el gimnasio, ahora es capaz de ver lo que antes no veía: “En la cárcel, te levantás y ya estás alterado. En un pabellón, una situación cambia de un momento a otro: por el teléfono, porque uno miró mal o porque se aburren y quieren correr o pegarle a alguien. Mirá: hoy acompañé a mi señora al gimnasio y de ahí me fui al cajero y me frenaba, miraba todo. Por ahí voy caminando por la calle y me voy a la esquina a ver cómo pasan los autos. Valoro lo que tengo. ¡Me levanto a la mañana y veo a mis hijos! ¿Sabés cuánto vale eso?”.

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