A LA VERA DEL RECUERDO

El nocaut final que lo encontró a Galíndez en una ruta, lejos de un ring

POR FLOR DE KO.- Eran tiempos en los que el Turismo Carretera era literalmente eso. La categoría que movía multitudes a los costados de las rutas, en especial de la provincia de Buenos Aires, para ver correr a los ídolos del automovilismo. Para disfrutar del eterno contrapunto entre Ford y Chevrolet. Para llenarse de pasión ante el paso de un Torino o de una Dodge.

La Vuelta de 25 de Mayo estaba programada para el domingo 19 de octubre de 1980. Pero el sábado por la noche, cayó una de esas lluvias torrenciales que riegan los fértiles campos de la Pampa Húmeda. La precipitación fue caudalosa, las banquinas estaban muy embarradas y resbaladizas, y no se registraba un escenario mínimamente seguro para correr. Por esa razón las autoridades postergaron una semana la carrera, de la que hoy se cumplen 40 años.

El Turismo Carretera se recomponía de años difíciles. En mayo de 1979 se había despegado del Automóvil Club Argentino (ACA). Por tal motivo, la Asociación Corredores Turismo Carretera (ACTC) se encargaba de fiscalizar sus propias carreras, con el presidente y piloto Octavio Suárez a la cabeza. No eran años fáciles, si hasta había que golpear cuarteles para que los militares permitieran cortar las rutas y así correr. Tampoco veía con buenos ojos la Dictadura esa rebeldía que experimentaba la ACTC.

El campeón vigente por esos días era el piloto de Chacabuco, Francisco ´Colo´ Espinoza, quien se había consagrado con una cupé Chevy blanca con vivos negros, que lucía en la trompa la publicidad de Alegre Pavimentos, la empresa de quien luego fuera presidente de Boca Juniors, Antonio Alegre, su principal auspiciante. Esa fue la primera Chevy campeona de TC.

Pero la novedad periodística del día era el desembarco en la popular categoría de una figura muy grande del deporte: el exdoble campeón mundial de los mediopesados. Víctor Emilio Galíndez, hacía su debut en el automovilismo. Él quería correr, manejar su propia Chevy (era fanático de la marca), pero le aconsejaron que primero probara sentándose como copiloto.

Un amigo en común con Antonio Liceviche, le abrió paso hacia el TC al gran boxeador nacido en la localidad bonaerense de Vedia, que desde hacía muchos años residía en Morón. Liceviche era un misionero de Oberá radicado en la provincia de Buenos Aires. Un amigo en común con Galíndez los acercó y así nació ese vínculo que se estrenaba en la Vuelta de 25 de mayo. Liceviche era un piloto de segundo pelotón que en su currículum registraba haber corrido en la categoría con tres marcas: comenzó con Torino, luego pasó a Dodge, y terminó con Chevrolet. También era el tesorero de la ACTC. Con las dos últimas marcas hizo tres podios.

La mañana de aquel 26 de octubre corrieron su serie con la Chevy Nro. 19. Manejaba el rubio piloto misionero. A su lado el robusto y morocho boxeador y copiloto Galíndez, quien lucía un buzo antiflama de color claro, casi blanco, que le había prestado Liceviche. Ni siquiera había tenido tiempo de comprarse uno.

En la serie llegaron undécimos y ya habían registrado una falla en la caja de cambios. Esa floja actuación los había relegado al puesto 23 para la final. Acomodaron el auto en boxes como el tiempo les permitió y partieron desde el fondo a correr la final que tuvo como ganadores a los hermanos Aventín: primero Oscar, y segundo Antonio. Pero la noticia mayor no fue esa.

Apenas hizo seis kilómetros, la Chevy de Liceviche dijo basta y quedó estacionada a la vera del camino, en la intersección de las rutas 51 y 46. La dejaron allí y caminaron por la banquina en el sentido contrario al tránsito de los autos. La gente los identificaba y los saludaba detrás de los alambrados. Incluso algunos los invitaron a comer asado. Hicieron unos dos kilómetros y cerca de la estancia San José se cruzaron con otro auto abandonado, el de Miguel Atauri. El piloto les dijo que esperaran, que lo ponía en marcha y volvían juntos a boxes. No aceptaron y siguieron caminando. A pocos metros, medía horas después de haber largado la final, venía con una vuelta menos el Ford Falcon Nro. 71 de Marcial Feijoó, peleando posiciones con Antonio Bautista y Daniel Corzo. El Falcon se fue de cola, se puso de costado, y a más de 200 kilómetros de velocidad fue directo hacia Liceviche y Galíndez, quienes fueron arrollados y murieron en el acto, según informaron más tarde los médicos que los atendieron.

Así de fugaz y sin gloria fue el paso de Galíndez por al automovilismo. ´Nito´ Liceviche hijo recordó años después ese triste final de su padre y de Galíndez: “él (Víctor Emilio) era fanático de Chevrolet y quería correr sí o sí. Pero le aconsejé que antes de subirse como piloto hiciera algunas carreras como acompañante. Aparte no le iban a dar la licencia tan fácilmente, por más que fuera Galíndez”.

Incluso el expúgil, fiel a su estilo, dijo luego de la serie y antes de largar la final: “tenía ganas de apretar yo el acelerador. Ya van a ver cuando tenga mi auto”.  Esa mañana, Liceviche había dado más notas que en casi toda su trayectoria como piloto, por la novedad de llevar como acompañante nada menos que a una gloria del boxeo. Dijo antes de la última largada: “deseo que el auto no se rompa. Uno ya tiene muchas alegrías y frustraciones como para digerir un abandono más… Él (Galíndez) se merece que el auto responda. Si Dios quiere, hoy será un día inolvidable en su vida…”.

Nada de eso fue posible. Ni Galíndez corrió su propia cupé Chevy ni el auto de Liceviche funcionó bien ni fue un día inolvidable en la vida del exboxeador. Por el contrario. Fue un día negro para el deporte, uno de los tantos domingos trágicos que escribió el Turismo Carretera en sus tiempos de ruta, motivo por el cual pasó a correr años después todas sus carreras en autódromos. El fin de los circuitos semipermanentes que hicieron grande a la categoría más antigua del mundo.

Fue también otro final trágico para el boxeo, acostumbrado a escribir historias de ídolos que nacieron en el barro, que tocaron el cielo con las manos y que se fueron de este mundo de manera dramática y quizá antes de lo previsto.

Galíndez había terminado su carrera boxística el 14 de junio de ese año, perdiendo por puntos ante Jesse Burnett en el hotel del complejo Diseneyland de Anaheim, a una hora de viaje de Los Ángeles, California. Ya no podía cumplir con la balanza para combatir en mediopesado, entonces experimentó en la flamante división crucero. Tampoco contaba con la tutela de Juan Carlos ´Tito´ Lectoure ni el Luna Park cuidando sus espaldas. Y lo que era peor, su médico le diagnosticó desprendimiento de retina en uno de sus ojos, lo que aceleró su final dentro del cuadrilátero. Y hablando de acelerar, 134 días después de su epílogo en el ring, llegó al fin su sueño de correr en autos. Pero antes de apretar él mismo el pedal y darle a fondo a la Chevy, fue solo acompañante y apenas experimentó un par de kilómetros en el pelotón de atrás, en una carrera de TC, por las rutas de su provincia de Buenos Aires. Así se fue.

Aunque uno lo intente, no todo se puede en la vida, Víctor.

TEXTO: FLOR DE KO / A LA VERA DEL RING

FOTOS: REVISTA EL GRÁFICO

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