BOXEO ARGENTINO

La odisea de un boxeador cordobés para llegar a Buenos Aires e ir por su sueño olímpico

Agustín Vergara viajó durante un día en un camión para sumarse a la concentración con la selección nacional, de cara a los postergados preolímpicos. POR ANDRÉS MOONEY.

Hay una imagen que, para los que amamos el boxeo, sintetiza casi todas las emociones que nos embargan cuando miramos hacia atrás y repasamos las carreras del Chino Maidana y Lucas Matthysse. En la jaula de un camión, viajan mezclados junto a otro grupo de adolescentes, y van camino a un festival boxístico del norte santafesino. A nosotros, los que sentimos ese amor infinito por un deporte tantas veces bastardeado, se nos dibuja una sonrisa cuando, viendo esa foto, ensayamos hacia adentro algunas retóricas preguntas cargadas de una inevitable nostalgia: ¿se imaginarán, mientras van apilados como ganado, que en un par de años integrarán la selección nacional? ¿Se les cruzará por la cabeza la remota idea de que, con el tiempo, deberán escuchar que la industria y su morbo especulan con enfrentarlos, olvidándose de que ahora, cuando van apiñados como melones, viven juntos en una casa en la que anidan los mismos sueños? ¿Cerrarán los ojos y fantasearán con volar en avión, viajar en primera clase, pelear en Estados Unidos, y ser campeones mundiales? La imaginación de esos pibes, ¿puede tener el tamaño de su ilusión?

Cuando la semana pasada la selección argentina de boxeo recibió la autorización para volver a entrenarse, aquella postal de Maidana y Matthysse vivió su más fiel mutación. Agustín Vergara, el cordobés titular de los 63 kg. del elenco nacional, emuló al Chino y a Lucas. Para llegar de Córdoba a Vicente López –donde Argentina hará el aislamiento hasta el 30 de agosto, fecha en la que partirá hacia la concentración en Santa Teresita-, el joven de 20 años le conectó un cross zurdo a la pasividad que suponen los sempiternos protocolos: armó el bolso y, el miércoles a las 14, en el cruce de las avenidas Alem y Circunvalación, saltó hacia el camión que conducía Jorge, un camionero amigo del primo de su entrenador, Manuel Albarracín. En esa travesía que duró 24 horas, el tricampeón argentino amateur pasó por Rosario y Zárate, donde descargaron los envases de plástico que transportaban, y cuando por fin llegó a Vicente López, le tocó despedirse de ese añorado transporte de carga de forma repentina. La policía local no los dejó entrar a la localidad, y entonces se bajó, agarró la mochila y caminó las más de 30 cuadras que lo separaban del hotel.

Así las cosas, resulta sencillo comprender el porqué de las mil y una emociones al ver fotos, al naufragar por los recuerdos. Porque la historia vuelve a mostrar las agallas de un muchacho que, destinado a casi nada, se rebela y va por casi todo. Es que Vergara, mucho antes de esperar expectante a que la agenda deportiva se acomode para buscar un pasaje a los próximos Juegos Olímpicos, mandó a la lona a dos rivales largamente más bravos que los casi 90 que tuvo en sus seis años de carrera: las drogas y la delincuencia.

“Desde los 10 y hasta los 14, me drogué a escondidas. Un día, robé en el Walmart, me corrió la Policía y no me pudieron agarrar, y eso que me seguían hasta en moto –le confesó el hijo de Marcos el Príncipe Vergara, exboxeador, a A LA VERA DEL RING-. Ese día, mi papá se cansó y me echó de mi casa. Puse la ropa en una bolsa de consorcio, me fui a la calle y llegué como pude a Cosquín, donde vivían mi mamá y mi abuela. Allá robé de nuevo y me metieron preso en el Complejo Esperanza (NdER: instituto que alberga a adolescentes de 13 a 18 años en conflicto con la ley penal). Hasta que un día, un pastor me dijo: ‘Si dejás esa porquería, vas a ser campeón del mundo’. Yo lo miraba raro, porque había tomado pastillas, pero nunca le dije ni que era boxeador. Dios, mi viejo y el boxeo me ayudaron a salir de eso. Empecé a razonar todo lo que estaba haciendo, todo lo que había hecho sufrir a mi abuela”.

Quién sabe si serán los sueños, que aun en tierras arrasadas pisan firme y gritan que no todo está perdido. O si serán las ganas de tomarse revancha de una vida que se empecina en conectar sus golpes más duros en el arranque de esa pelea mundialista que para algunos implica el vivir. Difícil adivinar qué los mantiene de pie, erguidos, a estos peleadores ignorados que, caminando o a bordo de un camión, marchan convencidos de que son capaces de darles la vuelta al mundo.

POR ANDRÉS MOONEY / A LA VERA DEL RING.

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